Nunca fue inocente la consigna que proclamaba “que se vayan todos”. Inspirada por el hastío que la clase política, sobre todo los dos partidos tradicionales, produjeron en el seno la sociedad, la consigna invitaba a la “vieja política” a un retiro de los espacios donde se tomaban las decisiones. Impulsada de manera sincera y espontánea por algunos sectores de la sociedad, la consigna no tardó en ser utilizada por los propios personajes repudiados, quienes encontraron en ese “que se vayan todos” una manera de pasar desapercibidos por la generalización de ese grito de bronca que todo totalizaba.
No es casual que desde los propios medios masivos de comunicación se instigara a una política de lo antipolítico. Lo político inspiraba recelo, cuando no rechazo, en grandes franjas de la población. Ese mismo rechazo a la política a secas, es el que permitió que todos los dirigentes quedaran encerrados en una misma y única bolsa de gatos. Por supuesto que no todo era lo mismo. Como ejemplo podemos confrontar las trayectorias de dos dirigentes de aquel entonces: no era lo mismo la historia que tenía tras de sí Alfredo Bravo y la mochila que sigue cargando Antonio Cafiero.
En la actualidad asistimos a los logros del discurso antipolítico. La instauración de este discurso favoreció a aquellos que venían a presentarse como lo “nuevo”. En una acción no exenta de planificación y astucia, lo “nuevo” y su discurso antipolítico se consolidó en el imaginario colectivo. Así pudimos presenciar la aparición de empresarios que han logrado obtener todo lo tienen gracias a sus contactos y sus negocios con la vieja política. Caras nuevas con vicios viejos.
Hasta no hace muchos años, en épocas de elecciones se discutían en sus preliminares, plataformas electorales, propuestas, ideas, proyectos. En la actualidad se discute sobre la imitación grotesca que unos bufones hacen de los dirigentes que más venden. Este es sólo uno de los logros del discurso antipolítico. Sería iluso, o mal intencionado creer que siete años de dictadura feroz y diez años de menemismo no iban a dejar sus marcas profundas en la piel de la sociedad.
Resulta desconcertante escuchar a algunos dirigentes, incluso en cargos ejecutivos, renegar de la política. Como si transferir fondos destinados a cubrir cuestiones sociales, como la educación y la salud hacia otros fines, como la seguridad no fuera una decisión política. La imagen del empresario exitoso que viene a ‘no confrontar’ trayendo ‘lo nuevo’ es una ilusión que trae sus réditos. Si se logra instalar la idea de que “este viene a laburar, para qué va a afanar si está lleno de guiita”, si se logra instalar esta ilusión decíamos, el discurso antipolítico habrá logrado su objetivo.
Podemos preguntarnos cómo se llegó a esto. ¿Cuándo la política dejó de ser la herramienta más efectiva para defender los intereses de la mayoría? ¿Por qué la práctica política es vista, ante todo, como transa, rosca, negocios turbios y profesión de por vida? Quizás las respuestas la podemos encontrar en nuestro pasado. Ese pasado que permitió que personajes sin escrúpulos se adueñaran de los destinos de las mayorías.
No todo es lo mismo. La descalificación insultante de la política no hace más que beneficiar a los inescrupulosos y a aquellos empresarios que vienen a imponer sus negocios en detrimento del bien común. Nunca fue inocente el “que se vayan todos”. La farandulización de la política en los años noventa ha traído aparejada el desprestigio de la práctica política. Llevará años revertir la actual deslegitimización de la política.
Quizá una nueva y saludable clase de militantes políticos, libre de todo vicioso corrupto y con la capacidad de valerse de la política para buscar el beneficio colectivo pueda comenzar a legitimar y darle profundidad a la política, la única herramienta válida para trasformar la realidad.
No es casual que desde los propios medios masivos de comunicación se instigara a una política de lo antipolítico. Lo político inspiraba recelo, cuando no rechazo, en grandes franjas de la población. Ese mismo rechazo a la política a secas, es el que permitió que todos los dirigentes quedaran encerrados en una misma y única bolsa de gatos. Por supuesto que no todo era lo mismo. Como ejemplo podemos confrontar las trayectorias de dos dirigentes de aquel entonces: no era lo mismo la historia que tenía tras de sí Alfredo Bravo y la mochila que sigue cargando Antonio Cafiero.
En la actualidad asistimos a los logros del discurso antipolítico. La instauración de este discurso favoreció a aquellos que venían a presentarse como lo “nuevo”. En una acción no exenta de planificación y astucia, lo “nuevo” y su discurso antipolítico se consolidó en el imaginario colectivo. Así pudimos presenciar la aparición de empresarios que han logrado obtener todo lo tienen gracias a sus contactos y sus negocios con la vieja política. Caras nuevas con vicios viejos.
Hasta no hace muchos años, en épocas de elecciones se discutían en sus preliminares, plataformas electorales, propuestas, ideas, proyectos. En la actualidad se discute sobre la imitación grotesca que unos bufones hacen de los dirigentes que más venden. Este es sólo uno de los logros del discurso antipolítico. Sería iluso, o mal intencionado creer que siete años de dictadura feroz y diez años de menemismo no iban a dejar sus marcas profundas en la piel de la sociedad.
Resulta desconcertante escuchar a algunos dirigentes, incluso en cargos ejecutivos, renegar de la política. Como si transferir fondos destinados a cubrir cuestiones sociales, como la educación y la salud hacia otros fines, como la seguridad no fuera una decisión política. La imagen del empresario exitoso que viene a ‘no confrontar’ trayendo ‘lo nuevo’ es una ilusión que trae sus réditos. Si se logra instalar la idea de que “este viene a laburar, para qué va a afanar si está lleno de guiita”, si se logra instalar esta ilusión decíamos, el discurso antipolítico habrá logrado su objetivo.
Podemos preguntarnos cómo se llegó a esto. ¿Cuándo la política dejó de ser la herramienta más efectiva para defender los intereses de la mayoría? ¿Por qué la práctica política es vista, ante todo, como transa, rosca, negocios turbios y profesión de por vida? Quizás las respuestas la podemos encontrar en nuestro pasado. Ese pasado que permitió que personajes sin escrúpulos se adueñaran de los destinos de las mayorías.
No todo es lo mismo. La descalificación insultante de la política no hace más que beneficiar a los inescrupulosos y a aquellos empresarios que vienen a imponer sus negocios en detrimento del bien común. Nunca fue inocente el “que se vayan todos”. La farandulización de la política en los años noventa ha traído aparejada el desprestigio de la práctica política. Llevará años revertir la actual deslegitimización de la política.
Quizá una nueva y saludable clase de militantes políticos, libre de todo vicioso corrupto y con la capacidad de valerse de la política para buscar el beneficio colectivo pueda comenzar a legitimar y darle profundidad a la política, la única herramienta válida para trasformar la realidad.
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